domingo, 1 de noviembre de 2009

¿ESO hasta los 18?



Tengo que reconocer que leí con verdadero estupor la noticia que recogía en un especial La Vanguardia, el pasado 30 de octubre (de 2009):

MADRID. (EFE).- El ministro de Educación, Ángel Gabilondo, ha apuntado hoy la posibilidad de que la enseñanza obligatoria llegue hasta los 18 años, que ahora acaba a la edad teórica de 16, cuando termina el cuarto y último curso de la ESO.

No sé si era por la repulsión que siento ante tan brillante idea o porque viene confirmando una teoría en mi experiencia docente con alumnos de bachillerato (ESPO: ‘enseñanza secundaria postobligatoria’).

De entrada parece una medida para maquillar los índices de desempleo (vulgarmente, llamado "paro"), porque, si bien es verdad que parte del abandono de estudios se venía justificando en cierta bonanza económica que absorbía mano de obra barata no cualificada hasta de la inmigración extranjera, en nuestros momentos actuales de crisis económica, solo una buena formación puede ser garantía de empleo. En el pasado reciente, un alumno con o sin la ESO, que accediera al mundo laboral, tarde o temprano obtenía una estabilidad económica. Si además, optaba por estudios profesionales (aunque fueran de grado medio), era el “rey de mambo” (lo que en argot juvenil se dice “el puto amo”). Sin embargo, la opción del bachillerato y según qué carreras, posponía en mucho tiempo el acceso a la actividad retribuida. El índice de paro de los licenciados también era alarmante y sobre todo el invertir tiempo en una formación que normalmente no era útil: conozco compañeros míos de facultad, que cursaron filología hispánica, y acabaron de funcionarios de Hacienda. Y esta peculiaridad es más acusada en épocas reciente. Ahora no: posponer la edad laboral es posponer la tara social del desempleo. Mejor en la escuela, que las listas del INEM: quieran o no estudiar. De la misma manera que es mejor (supongo que más económico y mejor visto) tener escolarizados a alumnos que tenerlos recluidos en centros penitenciarios.

Mi teoría (que supongo que no es nada original) es la de mantener que nuestra sociedad tiende a idealizar la idea de adolescencia. Hubo una época en que nadie hablaba de los niños, porque no existía el concepto de infancia. Ahora ya dimos un salto y nuestros niños se instalan en una adolescencia precoz que perdura en el tiempo. No es nada anormal hoy en día encontrarnos con “adolescentes” de 30 o 40 años, de ambos sexos, que todavía viven con sus padres. Supongo que no podemos echarles la culpa: no hay facilidades para la emancipación juvenil y el independizarse, con o sin pareja; pero percibo que es el “síndrome de Peter Pan” es bastante generalizado. En mis clases he visto alumnos y alumnas de segundo de bachillerato (17, 18 o más años) con actitudes y experiencias que me recordaban por las que pasamos cuando teníamos 12 o 14 años. Los psicólogos inventaron el síndrome citado, pero también propusieron el “síndrome de Wendy”: y es que normalmente emparejado a un niño que no quiere crecer suele haber una madre que aspira a que su retoño no crezca nunca.

Otro ejemplo: escribí una obra con un personaje protagonista juvenil: una historia que concluye con el joven de 18 años que cuenta su historia desde 2º de la ESO. Las personas que no encuentran verosímil a mi personaje precisamente le achacan que hoy en día ningún joven es tan maduro como él. Yo me rebelo, me declaro en rebeldía y afirmo que existen jóvenes (que no simples adolescentes, aunque quizás sean la excepción) para quienes la cabeza es algo más que el corte de pelo con que se adscriben a su identidad de tribu urbana.

Quería concluir mi reflexión con la enseñanza de una alumna de segundo de la ESO, que el pasado viernes (un día antes de la lectura del periódico) me sorprendió en el coloquio de una obra de teatro llamada No em ratllis, sobre el consumo de drogas de los jóvenes. En la escena final, una chica y un chico se gustan inequívocamente. Surgen los nervios del primer encuentro y el chico prepara una sorpresa: irán a la discoteca en la moto nueva. La chica se muere de ganas de ir, pero se percata que el chico ha bebido cinco “birras”. Forzada a elegir, se niega a acompañarlo en moto, porque podría ser accidente seguro.

Los actores preguntaron que harían nuestros alumnos en esa situación. Hubo el típico comentario para dar la nota de humor: la típica parida de adolescente. Entre todas las propuestas escuché, después obtener el turno por la mano levantada: “La chica puede conducir la moto: no ha bebido”.

No pienso revelar la identidad de la alumna, pero si diré que es de etnia bereber, conocedora además del árabe clásico, del catalán, del castellano, con buen nivel de inglés: de lo mejorcito de su clase académicamente hablando. Esa chica, que lleva velo a clase, pensó y además lo hizo en femenino. Mis felicitaciones. Ojalá tenga la suerte de elegir su futuro.

***

En el mismo diario del mismo día, en la sección de La Contra (la contraportada) leí también la entrevista a Lenore Skenazy, a quien le han puesto la etiqueta de la “peor madre de América”. El motivo: dejó ir a su hijo Izzy, de 11 años, ¡solo!, al colegio. Un policía, al verlo solo en el metro de Nueva York, lo detuvo, lo llevo a comisaría y llamaron a su madre. Casi la arrestan a ella.

Quizás esto explica lo anterior. En mi infancia y adolescencia, había bandas juveniles por las calles, pero nos movíamos sin nuestros padres. Participamos en manifestaciones. Recuerdo incluso en el instituto que llegamos a cortar la Autovía de Castelldefels para reivindicar no sé qué de Educación. Juro que no es nostalgia, pero me acuerdo todavía del eslogan: “UCD, UCD, la sotana se te ve”.

Ahora, ya se sabe: lo de la globalización.

This is not America, but…