martes, 22 de diciembre de 2009

TRES ROSAS AMARILLAS / RAYMOND CARVER (II)



Para mí, la muerte de Chejov no es el tema: es un simple pretexto. Puestos a buscar el tema del cuento de Carver, prefiero quedarme con el título que le dio él mismo, «Errand», y no el «traidor» del traductor: «Tres rosas amarillas». En mi modesta opinión, el título original nos lleva al punto clave para interpretar la obra. Ese «recado», ese encargo que Olga Knipper exige al joven botones del hotel es una metáfora que subyace en toda la obra. El recado o misión, el sentido del deber, lo que nos hace actuar de un modo u otro, incluso en situaciones para las cuales no fuimos invitados constituye la idea principal del relato. El propio Chejov, la noche del 22 de marzo de 1897, cumplió con su deber, el de mostrarse «relajado, jovial» cuando acto seguido «empezó a brotarle sangre por la boca». También el editor Suvorin (y dos camareros) actúa como un perfecto amigo, sin importarle la distancia ideológica. La entereza de Chejov es mayor a través de ojos de Maria, su hermana, que constata la gravedad de la enfermedad del escritor y ambos la disimulan. La visita de Tolstoi, con un salto de dos años, nos muestra de nuevo a dos personajes antitéticos que coinciden en una sincera admiración. La actitud de un Chejov, quien, a diferencia de Tolstoi no creía en una vida futura, frente a la certeza de la muerte inminente, es de una dignidad que maravilla, incluso con la convicción del optimista hasta el último momento y tranquilizando a su hermana. En Badenweiler, la actitud de Chejov, el doctor Schwöhrer, y Olga es ejemplar: un enfermo desahuciado en fase terminal exige una despedida digna con champaña. Me conmovió imaginar la escena de Olga, la más trascendente de la historia, mientras cogió, a solas, la mano de su esposo muerto: «No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos —escribiría más tarde—. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte». Y por último, el joven rubio, a quien la Historia le reservó un papel importante, el recado de las pompas fúnebres, mientras él estaba preocupado por recoger el tapón de corcho de la botella de champaña y el jarrón de rosas en las manos; un joven anónimo, de quien Carver dice en un paréntesis, que contradice el credo minimalista: «su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra».

He estado pensando en lo supondría para Carver escribir y publicar este cuento en fechas muy próximas a su muerte, conocedor de su cáncer de pulmón y quizás consciente de su próximo final de vida. Sin quererlo, me han venido a la mente los versos de Fernando Pessoa de su Autopsicografia: «O poeta é um fingidor./ Finge tão completamente/ Que chega a fingir que é dor/ A dor que deveras sente».